1972-1985

 

muerte

La primera vez que me planteé la ocurrencia de que pudiera estar muerto fue, en una de tantas discusiones que tuvo lugar en casa. Mi padre y mi madre como protagonistas. No sé, debía de tener siete años. Después de decirse por ambas partes toda clase de improperios inventados y, hasta la fecha sin inventar. Vi que el pánico no era una elección, sino una constante que se apoderó de las vidas —sobre todo de la mía—. Entró como lo haría la muerte en un nuevo encargo: sin pedir permiso, con descaro y sin remordimientos.

 

Ahí, me di cuenta de que ya estaba fallecido, incluso antes de nacer, antes siquiera de que mi padre se subiese encima de mi madre.

Hubieron muchos más recuerdos en el camino de lo que fue mi mal andar.  Me hicieron plantearme la pregunta de si llegué a ser un niño querido. Lo cierto es que a día de hoy todavía no sé si fui un chaval: creo que ese espacio saltó por encima de mis posibilidades, incluso por la de ellos. Por la de todos.

 

Intenté aislarme de casa, del mundo, de la calle, de mamá, de papá, de la escuela. Construí una pequeña biblioteca que, fui haciendo a base de ir guardando algún duro, que no sé por qué, de vez en cuando me daba mi padre, cuando todavía no olía a vino rancio, agrio, áspero. Leí una novela de Stevenson cuyo título era el DR. Jekill y MR. Hyde. E imaginaba que su autor veía lo que sucedía en casa y se inspiró en mi padre: con la diferencia de que su poción —al igual que sus consecuencias— no era el resultado de una investigación de laboratorio, sino más bien de la fermentación de las uvas.

 

Aún hoy y desde donde me encuentro ahora, pienso cuál pudo ser el sitio que escogió Stevenson para esconderse en casa. ¿De qué otra forma si no podría describir tan bien a mi padre? Sí, ya sé que su personaje lo creó antes, por tanto estaba hablando de un anacronismo en dicha analogía. Lo mismo me he vuelto loco, pero le vi: Le vi en el fondo de un tarro vacío de sedantes. Juro que le vi. Era él.

 

En el colegio, sin saber por qué, siempre estaba distraído e inmerso en mil fantasías. De modo que me costaba mucho poder sacar buenas notas. Lloré lo que no está escrito.

A pesar de tener hermanos no recuerdo a ninguno de ellos que se adhiriera tanto como lo hizo la tristeza, la desazón, la impotencia, la desdicha. Compañeros estos, inseparables, silenciosos: audaces como los virus, organizados como los lobos.

 

Otra vez debí morir en toda regla cuando mi profesor de matemáticas  —por aquel entonces tutor—. Me dijo desde detrás de sus gafas, con lentes que oscurecían su mirada: —«lo mejor que puedes hacer es buscarte un trabajo. No sirves para estudiar». —lo dijo en un tono despectivo. Como quien reprende a un perro incapaz de acatar la más sencilla de las órdenes—.

Un pedazo muy grande del poco corazón que me iba quedando, se quedó allí; colgado como un jirón de carne desgarrado, en aquella desvencijada percha de la que tendíamos los abrigos.

Estuve aguantando con el poco estoicismo que me quedaba. Aunque por fuera no derramé una lágrima, por dentro los sollozos me roían de forma indiscriminada, como más tarde lo hizo el cáncer que mató a mi padre: rápido en los primeros días, fulminante en los últimos.

 

Estaba deseando salir del despacho del tutor. No quería que presenciase como los palos desarbolados de aquella embarcación a la que acababa de hundir, se viniesen abajo, y contemplase la zozobra de aquella chalupa, ahora.

 

En esas, ya sabía con toda la seguridad de la que se pueda tener conciencia que, mi muerte se constataba en una verdad hiriente, sin subterfugios a los que escapar; con el mismo gris de las paredes de mi habitación (si es que alguna vez fue mía), o el mismo barro anodino de mi calle (si es que alguna vez tuve calle).

 

Recuerdo aquella época con la mayor tristeza que jamás haya podido, primero, sentir, y después, imaginar, por ese orden.

En casa, la debacle continuaba en un bucle, a la deriva; proyectando el caos —en una de sus muchas versiones— sobre cada átomo que formaba parte de aquella partida, que tenía perdida antes siquiera de empezar.

 

Intenté darle un sentido a mi existencia. Pensando que quizás, para que otros pudieran tener una vida mejor, Los demás nos teníamos que sacrificar en una especie de pacto ancestral entre ilesos, no tan ilesos, y heridos del todo; como era mi caso.

Tras todos estos años perdidos en una deriva no buscada y tampoco deseada. No me quedó otra que arrastrar allá a donde fuera, mi desgracia, al igual que Hyde cargaba con la suya: escondiéndonos en las sombras.

 

Cuando murió mi progenitor consumido por el cáncer. Dudé en acompañar a mi madre y mis hermanos para esparcir sus cenizas; según mi mamá, donde siempre quiso, en el mar; en la zona donde a él le gustaba ponerse a pescar con caña. Al final fui pero no recuerdo que estuviera.

Al tocar sus restos el agua salada, me pareció oír que él me preguntaba por primera vez, y, para colmo muerto: ¿«qué es lo que querías ser de mayor»?

Me llamó la atención que me lo preguntara en pasado. Desde mi fuero interno y en un auspicio pudoroso hacia los demás — parecían no verme—, moví los labios, que no sentía, interpretando en silencio lo que mi cerebro taciturno y etéreo respondió: «me hubiera gustado, ser escritor».

 

Para Zenda #UnMarDeHistorias

 

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