A once campos de futbol

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La primera vez que llegué a Abogblogshie, uno de los vertederos más tóxicos del mundo, en Acra, capital de Ghana, me preguntaba quién era yo. Al mirarme, no tenía piernas ni brazos, ni tronco; no tenía nada, era invisible. ¿Estaba muerto o soñaba que lo estaba?

Supuse que si yo no podía verme tampoco podrían los demás. Me acerqué donde unos chiquillos, con sus voces en tumulto y algarabía jugaban al futbol. La pelota estaba hecha con bolsas de plástico. Su movimiento era caprichoso por las irregularidades del terreno y los hartos chichones de su confección. Milagrosamente atravesó la línea imaginaria de la portería delimitada por dos viejos monitores de ordenador.

—¡Gooolll!  —Gritaron los de un equipo, los del otro, presurosos, portaron el «esférico» hasta el centro del campo, lo pusieron en juego—. El público colindante se me figuró que aplaudía, cuando con sus martillos (algunos con piedras o palos) golpeaban el surtido variopinto de electrodomésticos y aparatos electrónicos hasta destripar aquello que tenía valor: cobre, aluminio, latón, acero, oro, plata…

La montaña, el vertedero de chatarra, había crecido hasta alcanzar la superficie de once campos de futbol, donde lo único blanco que destellaba, era la sonrisa luminosa de los chicos corriendo tras el balón; en ese instante eran felices.

De pronto, una ingente masa de humo espeso, proveniente de la quema de cables para la extracción del cobre, hizo desaparecer a los jugadores. Algunos se pusieron a toser. No pude evitar pensar en las bengalas que se encendían años atrás en los campos de futbol.

Cuando el humo se dispersó y abrió un claro, allí estaba él, mirándome. ¿Cómo podía ser? Ni siquiera yo podía verme.

Sus ojos grandes y negros me miraban. Aunque he de decir que no lo hacían como le corresponde mirar a un niño de unos doce o trece años, no. Me miraba como miran las personas mayores que han visto demasiada frustración, desmedida realidad.

Los ojos de todos ellos, compartían una conjuntivitis propia de la exposición prolongada y cotidiana a los gases; el humo les amarilleaba el blanco.

Los pies descalzos o con sandalias no paraban, perseguían aquella cosa que «rodaba» por el suelo.

Antes de que acabara el partido aquel chico me hizo una seña, invitándome a seguirle. Fui tras él.

Me metí en una chabola de madera de dos metros cuadrados. No había nada, salvo un poco de ropa sujeta del techo a modo de armario.

Me hizo un gesto con la mano, invitándome a sentarme.

—¿cómo es que puedes verme? —le pregunté y se sonrió.

—Quiero que le cuentes al mundo lo que ocurre aquí. A este lugar le llaman Sodoma y Gomorra. Te puedes imaginar por qué.

El crimen es un hecho. Todos los años llegan 215000 toneladas de desechos electrónicos para que nosotros los desguacemos sin protección.

Desde que estamos trabajando aquí nos duele la cabeza, el pecho. Tenemos insomnio… Es raro quien puede ir a la escuela.

Mi padre me prometió que volvería a por mí. No sé cuánto tiempo llevo esperándole. Mi madre, murió en un accidente de tráfico con una moto. Estas chozas donde vivimos no tienen agua ni saneamiento.

Las violaciones a mujeres están a la orden del día. Mires donde mires verás mujeres adolescentes embarazadas. Por cierto, me llamo Isaac.

Y ahora sí, voy a contestar a tu pregunta: puedo verte porque necesité inventarte.

#historiasdefútbol.  Relato participante

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